domingo, diciembre 16, 2007

El campesino

El hombre era labrador. No llegaba a los 40 años. Nunca había sido religioso ni le gustaba la autoridad, pero tenía una conciencia clara de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. No era hombre instruido. Ni sabía leer ni escribir. Ni sumar ni restar. Regía su vida por la sencilla educación que le habían inculcado sus padres. Tratar con respeto a sus mayores, no ser egoísta. Y sobre todo hacer aquello que fuera justo, poniéndose siempre en lugar del otro para intentar saber qué o cómo se sentiría y así tratar de no hacer mal a nadie.

No quiero que parezca que era un hombre perfecto. No lo era en absoluto, tal y como no lo somos ninguno y nunca lo seremos. Por mucho que lo intentemos. Pero si que era un buen hombre. Amable y cariñoso. Feliz, generoso y accesible. Su pecado fue acercarse a unas ideas que estaban prohibidas en su época. Aunque encajaban con su modo de ver la vida y de comportarse para con los demás. Así que se unió a otros y los ayudó a organizarse para intentar que su mundo fuera mejor. Ya que sus ideales eran buenos, aunque la mayoría de las personas no lo fueran tanto.

Así pues, aquellos que consideraban sus ideas una aberración lo descubrieron y lo llevaron detenido. El hombre siempre había respetado y sobre todo, temido a la autoridad. Estaba en su educación. Y también estaba en su conocimiento la barbarie con la que podían comportarse aquellos que lo retenían para obtener la información que querían de el.

Y aquel campesino, dueño sólo de si mismo y no queriendo delatar a aquellas personas que lo habían ayudado. Que le habían mostrado que su forma de ver la vida era compartida por otros y que no estaba solo en el mundo de las ideas y de las esperanzas. Lleno su cuerpo del temor a hablar, mas que del cómo lo forzarían a hablar. Del temor a dañar con sus palabras a aquellos que no le habían causado ningún mal. Del temor a ser responsable de sus muertes o de algo mucho peor. Aquel campesino, con sus manos esposadas a la espalda, aprovechó un descuido de sus guardianes mientras lo trasladaban del calabozo a la sala de interrogatorios. Se deshizo de ellos, echó a correr y, dando un salto, se arrojó por el hueco de la escalera. Lleno de un temor y una angustia que no cesó hasta el instante mismo en que su cuerpo llegó al suelo.

Creo que este hombre merece un recuerdo.